Más que representar un objeto de lo real, este polémico cuadro de 1866 nos transmite la fascinación de una mirada sobre la realidad. Porque también la mirada forma parte de la realidad representada. Sea un zorro agazapado en la nieve o el sexo de una mujer, Courbet logra situarnos con sus cuadros en el terreno de lo admirable sin caer nunca en lo evidente ni en la provocación. Los grandes pintores de su tiempo, como los escritores realistas del XIX, intuyeron que toda la realidad es representable, potencialmente bella y digna de admiración, sin tabúes: los pétalos de una flor, las manos de una persona humilde, el paisaje de un suburbio tanto como la estampa de un palacio, una ola recién nacida y que viene a morir en la orilla. La mirada decide la belleza. El origen del mundo, siendo explícito, elude lo obsceno; es sexual, pero evita la pornografía. Tan sólo sencillo y natural. Más delicado y sugerente que obvio, Courbet rompió en este cuadro con todas, todas las ataduras del falso amor cortés y nos ofreció una obra donde la belleza y el deseo de un instante quedan como suspendidos en el tiempo.
Entiendo que haya personas que critiquen esta obra, El origen del mundo. Otro signo de esta época extraña, en la que corremos el riesgo de creer avanzar cuando en realidad caminamos de espaldas. Para apreciarlo, basta con detenerse un instante y ampliar la mirada.
